sábado, 18 de febrero de 2017

No se sueltan


Reseña de Taller de Teatro Físico
(Vueltabajo Colectivo, Mayagüez)
Febrero 2017
Beatriz Llenín Figueroa

Estamos en El ojo. Que estamos en el ojo del huracán lo sabemos todas. Escribo que estamos en El ojo no como metáfora, sino como referencia literal a un espacio que se llama así.

Es una casa colonial. Lo único rescatable de esa expresión es la arquitectura. Los arcos, las columnas y las larguísimas persianas. La loza en el piso también. La brisa de una noche de febrero se pasea por el pasillo que conecta la puerta del frente –dividida, por un balcón angosto, de la calle Iglesia, justo frente al Hotel… Colonial– con el patio de atrás. Del techo de las dos áreas comunes, enlazadas por un arco, cuelgan lámparas de intrincados cristales.

Es difícil decidir entre ayer y hoy. Muchos ojos que no se ven nos miran. Todo retumba. La casa está hecha de los amores, las iras, los gritos, los llantos, las risas de gentes que no conocimos. Y de las pequeñas arañas, lagartijos, mimes y reinitas que acompañamos y nos acompañan a diario. ¿No será que nuestra percepción lineal del tiempo es demasiado precaria, quizá, incluso, tonta? El tiempo es tan elástico aquí. Llegué tarde a la sesión y las próximas dos horas transcurren con densidad de siglos. ¿El tiempo del cuerpo? ¿Del arte? ¿Del teatro?

La calle Iglesia pasa por detrás de la catedral de Mayagüez, enclavada justo en el tope de la colina, como era de esperarse. El ojo está en una de las bajadas. En la otra, está la boca, digo, la panadería ricomini. Las noches en este pueblo, como en casi cualquiera del país, tienen poca luz y muchos callejones. Todo se ha diseñado para que ni tú ni yo nos enteremos de estas noches. La vialidad está en otra parte, siempre circunvalando el pueblo como contundente evidencia del cambio imperial: pasar de una economía fundamentada en la iglesia, la alcaldía y las calles angostas a otra asentada en la autopista, el servicarro y el mol. Por eso, llegar todas las semanas, por tres meses, a El ojo, es un acto de voluntad y esmero. Eso lo siente en la piel cualquiera que entre a las sesiones del Taller de Teatro Físico que allí (y en otro lugar, otro día de la semana) ofrece, semanalmente, Vueltabajo Colectivo.

Al grupo lo arremolina un deseo. Apuesto que será distinto si lo preguntara individualmente. Pero, por ahora, solo intento percibir el deseo en la atmósfera que crea un grupo de cuerpos reunidos para hablar lenguajes no verbales. Ante la avalancha de shock and awe del presente en Puerto Rico, estos cuerpos se juntan, me parece, para pensar con sí mismos, obedeciendo al deseo de un país otro, “weaponizing love,” armando amor, diría una amiga-hermana.

¿Lenguajes no verbales? Ejemplo 1: cuerpos en el piso imitando el movimiento de las olas al romper en la costa, regresar y volver a romper. Luego de unos minutos de práctica disciplinada y consciente, los cuerpos son las olas. Escribo esto con frenesí en mi cuaderno. ¿De veras son las olas? Ondulaciones. Líneas curvas. Cuellos liberados. Torsos de agua. El grupo es el mar. ¡El grupo es el mar!
 
La voz de las maestras resuena en la arquitectura colonial y viaja con la brisa de la noche. Dice lo que queremos y lo que no queremos. Corrige con generosidad. La sombra de su cuerpo-usado-como-ejemplo se proyecta en las paredes. Y todos los cuerpos, muy poco a poco y sin previo aviso, van sincronizándose en su oleaje. Hay algo paleolítico en esto –el ojo es la caverna en medio del ritual de los inicios– que me conmueve. Hemos perdido contacto con el rito, ergo, hemos perdido contacto con la otra. Y esa otra es la otra humana, pero también la otra especie y el propio planeta. 

Ejemplo 2: juego de dos sillas con lenguaje de otro animal –no humano– en tu cuerpo. El acto teatral es capaz de volverte cangrejo sin ilustrar el cangrejo. Volverte mosca sin imitar la mosca. Volverte lombriz sin estar en el piso. Volverte otra.

¿Qué pasaría si Puerto Rico dijera su deseo? (Estoy hablando de deseo en el sentido más abarcador posible. De hecho, no permitir que el deseo sexual monopolice y, por tanto, restrinja, el concepto deseo, es un deseo.) Milenios de sumisión nos han hecho olvidar cómo establecer contacto con el deseo. Cómo leerlo. Decirlo en voz alta. A-fir-mar-lo. Todo es desviación, eufemismo, lenguaje indirecto, pasivo, titubeante, podría ser, podría decirse que… “¿Verdad?” es una de nuestras muletillas favoritas.

Un acto teatral deliberado es sagrado. Demarca un tiempo y un espacio para sí, para el cuerpo y su deseo, para que pueda articularlo, construirlo, decirlo. En la medida en que lo hace, ese cuerpor se sale de sí, se vuelve otra, se encamina hacia la otra. Creo en la sacralidad secular de un cuerpo que afirma su deseo. De un cuerpo que afirma el amor. De un cuerpo que afirma la libertad.

Último ejemplo: un juego que se llama la balsa de la medusa. Los cuerpos se agarran, juntitos, muy juntitos, para no caer de una balsa en medio de la tempestad. El maestro es la medusa que quiere separarlos. Llega otra estudiante, a la que también se le asigna el rol de la medusa. Intentan de todo: desde los jalones más violentos hasta las cosquillas más sutiles. La lucha es constante y evidente. El maestro grita, “¡buena!” Lo grita cada vez que no se sueltan, aunque casi, pero no.

No se sueltan.

no
se
sueltan

Gracias, Vueltabajo.


País, no te sueltes.